Poemas

Emile, el arte de aprender a vivir

Cuento escrito para la colección «La Osa Mayor», editado por la Diputación de Valladolid

FOTOS: Wellington Dos Santos

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Para Esther, mi ración de paraíso

Emile es un gato muy singular. Más listo que los conejos. Para empezar, es el único del mundo que adora a los ratones. Y no es para menos: perdió a su mamá poco después de nacer. Y, aunque es un gato con mucha clase —y eso salta a la vista: guaperas y seductor—, sus orígenes son callejeros. Tan callejeros, que fue educado por una familia numerosa de ratones, que le acogieron y le cuidaron, hasta que se valió por sí mismo.

Así que, a Emile, ni se le pasa por la cabeza eso de cazar ratones, que es una costumbre muy extendida en el reino gatuno. Porque Emile es un gato que vive y deja vivir; que marca su espacio, pero que respeta el universo ajeno y la intimidad de los otros. Huye de esos gatos que van por la vida atropellando a todo bicho viviente, convencidos de que lo mejor es un buen gruñido, o un zarpazo sin contemplaciones, para que cualquiera se pliegue a sus caprichos.

Desde el principio comprendí que Emile no era un gato cualquiera. Para empezar, te mira como quien siente todo de todas las maneras. Transmite serenidad y calma. Definitivamente, se trata de un gato distinto. No sólo no caza ratones, sino que le encanta el yoga. Mejor dicho: es un yogui. Sólo hace falta verlo cómo hace la postura del gorila, la de la cobra o la del dragón… ¡y hasta la del perro, que ya es decir! En esta no hay nadie que se le iguale.

Nuestro protagonista se trata poco con otros gatos. Lo justo para no desairar y caer antipático, pero le gusta charlar, sobre todo, con personas: hombres y mujeres corrientes y molientes, con los que hace muy buenas migas. Hay una excepción: cada tarde le fascina pasear con Esther, una gatita de Cheshire —igualita a aquel que aparece en Alicia en el país de las maravillas—, que vive enganchada a la alegría y el buen humor. Con ella se le ve de la mano por el Parque del Retiro madrileño, donde charlan y charlan sin parar y ríen a carcajadas. Todo les hace gracia a la parejita, mientras caminan junto al estanque, o subidos en las barcas. Les falta algo si no pasan un ratico juntos, contándose sus cosas y comentando lo humano y lo divino.

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Los amigos más queridos de Emile son Ramiro y Luisa. Son sus padres de adopción. Vive con ellos y es uno más de la familia. Pero, ¿qué digo?: ¡es el rey de la casa! Ramiro y Luisa tienen verdaderos problemas para que Emile se vaya a dormir a una hora razonable. Es raro que se quede quieto en su cama a la primera y, según se acuesta, se hace el dormido para luego dar un brinco y asomarse al salón, donde Ramiro y Luisa conversan con amigos; o husmear por los rincones del palomarcico donde viven, asomados al Retiro. Emile aparece de pronto, pide agua o leche, y exige que le acompañen a la habitación para que Luisa le cuente un cuento o Ramiro le susurre cancioncillas al oído, como esta:

El gatito Emile
es un gatito muy bonito,
que para dormir mejor
se echa pa’ atrás un poquito.

Entonces Emile se estira bien a gusto y hace apertura de hombros, torsiones sentado y la posición del pez, como un buen yogui, para luego bostezar a placer y caer rendido.

Hay dos cosas que Ramiro le repite, día tras día, a Emile. La primera, que no se olvide de que la paciencia todo lo alcanza. Y, la segunda, que cometer errores es natural. Que no se preocupe demasiado por ello:

—Lo que tienes que hacer, es aprender de cada fallo que cometas —le dice—. Cuando te levantes cada mañana —le insiste—, olvida aquello que no te salió bien. Lo que pasó, pasó. Piensa más bien que tienes una nueva oportunidad de hacer mejor las cosas, y ¡a seguir tan campante!

Emile adora estar en paz consigo mismo y ver pasar, tan pancho, las horas tras los cristales durante interminables ratos, como si el tiempo no existiera y la vida fuera eterna. Pero cuando está inquieto, tiene muy en cuenta la recomendación de Luisa:

—Si te enfadas, piensa en las consecuencias.

Cuando, a pesar de todo, se alborota, cosa que sucede a veces, le viene Luisa a la cabeza:

—¡Emile, cuenta hasta diez antes de hablar! Y si estás muy airado, hasta cien.

Se lo aconsejó un día que estaba tan furioso que se subía por las paredes porque, su amiguita Esther, se había ido al teatro con su abuelito, a ver El Gato con Botas y no le había avisado. La verdad es que, a ratos, Emile es un trasto. Le priva escalar las alturas y, sobre todo, esconderse para desasosegar a la pobre Luisa cuando lo llama y no responde. Como aquella vez que tropezó con un buda birmano de porcelana y lo rompió en mil pedazos. Tras el estropicio, apareció Ramiro temiéndose lo peor y, al ver a Emile asustado en un rincón, exclamó:

—¡Menos mal! ¡Creí que te habías caído y hecho trizas…!

—Tampoco hubiera pasado nada porque me cayera —respondió Emile, muy seguro de sí mismo—: siete vidas tiene un gato, y yo las conservo todavía enteras. Así que me hubieran quedado seis, ja, ja, ja…

* * *

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Emile pone los ojos como platos cuando escucha a Ramiro y responde a sus preguntas:

—Cada vez entiendo menos a las personas mayores. Están completamente chifladas.

—¿Cómo que no las entiendes? —responde Ramiro.

—Sí, no pillo nada en absoluto: no comprendo, por ejemplo, por qué tienen que ir deprisa a todas partes y riñen a los niños a toda hora por decir lo que sienten. A ver, explícame, tú que lo sabes todo: ¿por qué la gente mayor es tan rara?

Ramiro soltó una carcajada, se puso muy serio y respondió:

—Emile, tienes razón, pero las personas son tan inimaginables, tan sorprendentes que, créeme, nunca vas a ser capaz de comprenderlas del todo… ¡Pero no pasa nada! Importa lo que importa: que no te confundan. Tú, mantén las buenas maneras que te hemos enseñado Luisa y yo; haz lo que debes y no te preocupes demasiado. El resto, como bien sabes, salvo cuando vamos a París, es paisaje.

Porque Emile es un gato viajero y cosmopolita, que frecuenta París y San Sebastián, entre otras ciudades, con Luisa y Ramiro. En la Ciudad de la Luz, Emile humedece sus sueños con champán y le encanta pasear por los Campos Elíseos y el cementerio de Pierre Lachaise. Pero sobre todo, tomar mousse de chocolate en Fouquet’s. Para él, un día sin chocolate es un día perdido, aunque luego le duela la barriga. Pero ha valido la pena. Aunque, si es por chocolate, el verdadero festín se lo pega Emile el día de su cumpleaños.

¡Es un gatito excelente,
es un gatito excelente,
es un gatito excelente
y siempre lo será!

Se lo cantan Luisa, Ramiro, Antonio, Rosa, Paulino y Helio cada año. Hay pocas cosas que le gusten más que escuchar esta melodía, con un regalo espectacular e inesperado cada año, junto a una descomunal tarta de tres pisos: chocolate blanco, con leche y chocolate negro. En el último piso, Ramiro coloca cada año un gato de caramelo nevado, con dos gominolas amarillas a modo de ojos —¡igualito a Emile!—, que devoran entre todos, ante la mirada divertida y desconfiada de nuestro adorable gatito.

* * *

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—Hay algo que quiero que sepas —le dijo Emile a Ramiro, un día, después de cenar.

Estaban los dos solos, porque Luisa andaba ocupada en múltiples faenas —como de costumbre—, cuando Emile tomó con su patita la mano de Ramiro a la espera, también, de esa cancioncilla con la que le sorprendía todas las noches. El día anterior había sido una muy divertida. Se había reído muchísimo y estaba ansioso por escuchar la de hoy. Ramiro miró con devoción a Emile y, tras unos segundos de suspense, le cantó esta coplilla:

Un gato y un ratón
apostaron a chillar y,
ni al entierro del ratón,
Emile pudo callar.

Para ese momento, le había soltado ya la mano a Ramiro y se revolcaba a carcajadas en el suelo, mientras Luisa, que acababa de entrar, se partía también de risa. Saltó Emile de nuevo a la mesa, se acurrucó entre los brazos de Ramiro y, con una vocecita que brotaba de lo más profundo de su corazón, le dijo:

—Quiero ser maestro de yoga, como tú. Enseñar a los demás el arte de aprender a vivir. ¿Me vas a enseñar?

Ramiro no supo qué contestar. Mejor dicho: se quedó mudo. Pero reaccionó al fin: miró con ternura a los ojos inmensamente claros de Emile, como quien mira el amanecer, y le dijo:

—Me confundes Emile. Dios creó a los animales para instruir a los hombres. No soy yo quien tiene que enseñarte el arte de aprender a vivir, sino tú quien me lo muestras a diario, con tu sabiduría y equilibrio. Con esa serenidad del que no se inmuta, porque sabe que la vida es un cuento, aunque mucho más divertida. Y, como en toda historieta, tiene momentos dichosos y otros que no lo son tanto. Horas gozosas y también tropiezos. No obstante, se puede aprender a vivir con sosiego y claridad si uno se empeña; si somos capaces de afrontar con naturalidad —como haces tú, Emile—, los sinsabores cotidianos y sacamos, para cada caso, lo mejor de nosotros.

—Eres muy generoso conmigo, Ramiro, pero soy un pobre gato que tiene mucho que aprender y aún más que mejorar.

Ramiro sonrió conmovido ante las ocurrencias de Emile, se quedó pensativo un largo rato, mientras este le miraba expectante… Y le habló así:

—Simón era un gato callejero que, desde chiquitín, había admirado a los privilegiados que tenían pedigrí. Llevaban una vida de cine. Se permitían comer una tarta de queso detrás de otra y lucían ropa impecable, sin miedo a ensuciarla, porque tenían muchos vestidos y zapatos guardados en armarios kilométricos. No les faltaba de nada y se reían de cualquier cosa. Apenas necesitaban esforzarse para conseguir lo que quisieran. ¡Aquello sí era vida!, pensaba Simón. Hasta que un día, Soraya, una gata amiga que vivía en una urbanización de lujo, lo llevó a su casa y Simón descubrió que una cosa son las apariencias y otra la realidad. Él, podía campar a sus anchas, no llevaba correa ni lo cubrían con extravagancias y comía cuando tenía hambre. Por si fuera poco, se levantaba cuando quería y se acostaba cuando le daba la gana y, la «afortunada» Soraya, en cuanto pasabas un rato con ella, te dabas cuenta de que estaba mucho más controlada y sola de lo que en un principio parecía. Gateaba entre tarimas y alfombras persas, pero se le veía triste; no vivía para ella, sino para los caprichos de sus dueños. Mientras jugaba con Simón, y se divertía con cientos de cachivaches, Soraya se echó a llorar y le confesó a Simón: «tú sí que tienes suerte y puedes decir que eres un gato feliz. Yo, en cambio, hago lo que otros quieren. Son ellos los que viven mi vida por mí».

Y así fue como Emile aprendió a exprimir el jugo a la vida y descubrió que lo que, a fin de cuentas, lo que vale es la libertad y que nada se logra sin entusiasmo y buen humor.

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