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Meditar

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Ramiro Calle (Foto: Wellington Dos Santos)

Artículo publicado en todas las cabeceras del Grupo Promecal, el fin de semana del 12 y 13 de mayo de 2018

Situarnos en el momento presente. Sosegar la mente. La meditación es como un árbol frondoso, con un sinfín de ramas, flores y frutos, que brotan de un mismo tronco universal. De la sensibilidad de las tradiciones espirituales. A este apasionante tema, que interesa cada vez a más, dedica Ramiro Calle su última obra, Cien técnicas de meditación. Un libro bellamente prologado por Jesús Aguado y editado con esmero por Kairos, que vuelve a apostar por el pionero de la meditación y el yoga en el mundo hispano. Ramiro Calle dedica conmovido su obra a los casi seiscientos mil alumnos que, a lo largo de los últimos cuarenta y cinco años, han acudido gozosos a sus clases en el centro Shadak. Las enseñanzas orientales insisten en que la rigidez es muerte y la flexibilidad es vida, pero esta afirmación no se refiere sólo a la elasticidad del cuerpo, sino también a la de las emociones. Hay que evitar aferrarse a los propios puntos de vista y esquemas mentales; cultivar la capacidad de ser útil. Ponerse en la piel del otro. Jamás emperrarse en imponer nuestras propias convicciones a capa y espada, como muy bien recuerda nuestro yogui. Es la flexibilidad mental la que nos hace comprensivos, tolerantes y capaces de descubrir al otro. Somos más abiertos, más porosos. Son estas unas páginas directas. Escritas a manera de mantras. En ellas, como no podía ser de otra forma, el autor de libros inolvidables como El faquir, va desde el yoga al taoísmo, el budismo, el sufismo o la mística cristiana. El autor de Cien técnicas de meditación —como Ramana Maharshi—, conoce muy bien el alma humana: «al lado del corazón físico, hay otro espiritual en el que uno puede adentrarse, hasta crear un ánimo de recogimiento y presencia divina». Pero, ¿qué es meditar? El autor de casi trescientas obras filosóficas y espirituales repartidas por todo el mundo, lo explica así: «meditar es vaciar la mente de pasado y de futuro, para abrirse a la gloria del momento presente, logrando así que el color sea más color y el sonido más sonido. Desarrollar la intuición para poder ver la realidad última de las cosas, liberándose de las redes del ego y conectando con la naturaleza que reside en la propia mente, cuando esta es capaz de volverse hacia sí misma». No se puede expresar mejor, ciertamente. Ofuscación, avidez, odio, sufrimiento inútil, desequilibrio, emociones tóxicas, desorden, suciedad, dispersión, desasosiego, desgana, ansiedad, bullicio… En todo esto y mucho más se repara con acierto y naturalidad en Cien técnicas de meditación. Ramiro Calle nos muestra, con esa sagacidad e ingenio, como sólo él sabe hacerlo, el camino para vivir conscientes, en lugar de ser vividos.

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Arde el tiempo

Publicado en El bloc del gacetillero, el fin de semana del 28 de abril de 2018

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El poeta Carlos Aganzo (FOTO: Wellington Dos Santos)

En la voz de Carlos Aganzo se escuchan todas las voces. Incluso las que callan:

«Negras voces distantes
que llaman desde lejos
y saben nuestros nombres
y aguardan en los claros de los bosques
a que andemos perdidos
para poder llevarnos a su reino
de misterio y de bruma».

Voces que claman desde dentro y nos hablan cuando menos lo esperamos. «Redoble de conciencia», las llama el poeta. Tal vez el eco de otras, que no se acaban de ir y nos persiguen con paciencia. Encendidas voces, ciertamente, que vienen de lo alto. Arde el tiempo es el título del último libro de Carlos Aganzo, convertido en uno de los pilares más recios de las letras del mundo hispano. Nuestro poeta ha logrado vaciar su poesía de lugares comunes, de tópicos y banalidades: algo que pocos consiguen. Aganzo tiene esa capacidad para espigar en los adentros y desmenuzar lo que importa con palabras luminosas. Deja su alma abierta cuando escribe, frente al desasosiego y a «esa extraña conciencia / de no ver acomodo en ningún sitio». Desde la serenidad de un pensamiento profundo, como aquel «frailecillo de risa»  —despreciado por los Calzados y de nombre Juan de la Cruz—, Aganzo camina también por ínsulas extrañas y «más adentro en la espesura» se pregunta si «¿acaso debe un hombre / fiel a la tradición de sus mayores, / desnudarse en silencio, / dejar su ropa y sus lamentaciones / dobladas en un banco / antes de entrar, solícito, en la cámara / de las dudas profundas (…)?». Que nadie espere de Arde el tiempo versos complacientes para pasar el rato. Son estas unas páginas dolorosas y hasta terribles. Escritas con su sangre, con todas las sangres. No comprende el poeta el silencio de Dios, ni por qué le hurta su perdón y su alivio. Y aún menos por qué le mantiene en la tiniebla, donde oculta a sus ángeles caídos:

«Dime dónde están ahora
aquellos que gritaban
mi nombre entre las palmas.
Dónde cuando el dolor
de la traición y el engaño
se fue llagando en mi frente
como corona de espinas».

En su noche oscura, «no hay sino esperar a las señales / de luz de las alcobas interiores; / allí donde canta el río / donde el aire desvela / con sus coplas de amor al prisionero». A nuestro poeta, no le importa confesar —frente al mar de las tinieblas— que hay momentos de desgarro en que la libertad le sabe a miedo. Le gustaría vivir sobre un puente de sueños que uniera las hazañas de los hombres con el sacrificio de los héroes. Nada es ajeno a su preocupación.

«Toda la noche se oyeron pasar pájaros
y un rechinar ahogado de cadenas
en el cuarto a media luz del almirante».

Desde la enredadera azul de las palabras, Carlos Aganzo ha escrito un libro de calidad que desnuda su noche más íntima, su voz más secreta.

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Silencio

Publicado el fin de semana del 28 y 29 de marzo de 2018

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El maestro zen Thich Nhat Hahn

La Semana Santa me da pie para dedicar mi gacetilla de esta semana a algo tan valioso como el silencio. Al poder de la quietud en un mundo ruidoso. Detenerse, respirar y acallar el pensamiento. En esos tres sencillos gestos reside el secreto de la paz y de la dicha. Vivir en un estado de plenitud y alegría, apreciar el gozo de vivir y sentirse en armonía con uno mismo y con los demás no son, para nada, algo reservado a unos pocos escogidos. Lo recuerda el vietnamita Thich Nhat Hanh, que se encuentra entre los líderes espirituales más respetados del mundo. Nhat Hanh lleva toda una vida enseñando a cultivar la ventura interior mediante el recurso más poderoso: el silencio. Porque sólo cuando la mente se acalla podemos escucharnos y atisbar nuestro propósito en la vida. Silencio es el título de su último libro. Unas páginas espléndidas en las que se muestra cómo la quietud interior es la base de la alegría y el bienestar. Pasamos gran parte de nuestra vida buscando la felicidad, sin percatarnos de que vivimos rodeados de auténticas maravillas. El sólo hecho de estar vivos y caminar cada día es todo un milagro. La alegría de vivir nos está llamando, día tras día, casi a cada instante, pero le hacemos oídos sordos. En nuestra cabeza, asegura Thich Nhat Hanh está sonando constantemente una radio: la del «PSP». Es decir la melodía del Pensar Sin Parar, transmitiendo desde los adentros una música que no siempre es la más linda del mundo, como proclama el lema de la cadena Radio Caracol, transmitiendo desde Bogotá la «música más linda del mundo». No es el caso. Nuestra mente está llena de ruido, por eso no escuchamos la llamada de la vida. Cuando no es el pasado, es el futuro. Y nos sucede aquello que decía John Lennon de que, «la vida es eso que pasa mientras tú haces otros planes». Así, intentemos vivir el presente. Tenemos demasiadas veces la cabeza en otra parte. Acertaba John Lennon. Anhelamos o esperamos que nos ocurra algo que nos alegre la vida, pero está pasando ya. Los místicos de Oriente y Occidente nos enseñan que para existir de verdad tenemos que estar libres de pensamientos, ansiedades, miedos y deseos. Oír, ver y ser, simplemente. Casi nada. Lo sencillo que parece y lo difícil que eso es. En toda la historia de la humanidad nunca hemos tenido al alcance de la mano tantos medios para comunicarnos: teléfonos, tablets, mensajes de texto, correos electrónicos, redes sociales… Pero continuamos sin dominar lo que más importa: el arte de escuchar y de hablar con sentido. Ni nos escuchamos de verdad los unos a los otros, ni atendemos a los demás de forma abierta y sincera. Pero sucede que sólo la escucha profunda lleva a la comprensión, que es la verdadera conexión. Algo que sólo se logra cultivando el silencio.

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Escuela feminista

Publicado el fin de semana del 17 y 18 de marzo de 2018, en todas las cabeceras del grupo Promecal

Me sucede lo que a tantos: que no doy crédito. Ese decálogo, con ideas para una escuela feminista, en el que se plantea a los maestros prohibir el fútbol en el patio de recreo, eliminar de las lecturas obligatorias libros escritos por «autores machistas» como Pablo Neruda, Javier Marías o Arturo Pérez-Reverte, me supera. Lo de la obligatoriedad de hablar utilizando el femenino, o el género neutro, con la letra «e», por ejemplo, para decir «todes», en lugar de «todos», lo dejo al criterio del amable lector. Pero, ¿será posible que hayamos perdido la cabeza hasta tal punto? Entre las rompedoras propuestas salidas de la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid y el Secretariado de Enseñanza de Comisiones Obreras, se recomienda a los profesores insistir en clase en la «inclinación misógina de ciertos autores», como Rousseau, Kant y Nietzsche. Opinan, los autores de estos «revolucionarios» pensares y sentires, que estas ideas para una escuela con perspectiva de género, que hacen de ella un espacio feminista, son más necesarias que nunca. Se impone incluir idéntica cantidad de mujeres filósofas que de filósofos en el temario de Historia, al igual que libros escritos, en Lengua y Literatura, por mujeres que por hombres. Se aconseja, también, no separar los baños de chicos y chicas. Y, como no podía ser menos, eliminar la asignatura de Religión Católica. Objetivo final, al que todo está encaminado: arrancar de cuajo la Civilización Cristiana. Arrasarla. Que no quede nada. A este paso, superaremos pronto a Nerón y Diocleciano. La persecución que estamos padeciendo los cristianos en esta hora de España es, cuando menos, inquietante. Justifican sus iniciativas, los autores de estos diez mandamientos, aparecidos en la revista Enseñanza de Comisiones, con motivo de su 40º aniversario, en que de lo que se trata es de «conquistar espacios, construyendo futuro». Una de esas frases de las que gustan los camaradas para defender cualquier despropósito. A más de un dirigente y militante de Comisiones, le habrá sentado todo esto a cuerno quemado. Semejantes disparates, tropiezan con el compromiso probado de este sindicato. No tiene pase que las siglas CC.OO., se mezclen con estas ocurrencias. En fin: se pondrá música feminista en las aulas y se eliminarán todos aquellos nombres de centros que sean católicos. ¿Por qué pistas de fútbol y no pistas de baile? Aplaudo la idea. Y que en ellas, a ser posible, se baile Cuesta abajo en mi rodada, que es por donde parecería que van las cosas. En fin, volviendo a la danza y la milonga: ¿no les parece a ustedes que esto tiene más que ver con «la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser» del tango, que con cualquier escuela feminista?

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Epidemia de soledad

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Artículo publicado el fin de semana del 3 y 4 de marzo de 2018 en todas las cabeceras del grupo Promecal

Sucedió en Burgos no hace tanto: una anciana era hallada sin vida en su casa de la barriada Juan XXIII. La soledad puede llegar a ser durísima, pero especialmente en la vejez, porque es cuando más frágiles somos. Esta burgalesa de 83 años, de la que no sabemos ni el nombre, llevaba muerta más de un año. No es un hecho aislado. Sucede con frecuencia, a pesar de que la sociedad del hartazgo pase de puntillas por estas cosas, de que apenas reparemos en ellas. En realidad, se trata de una pandemia, para la que el Estado del Bienestar parece no encontrar vacuna alguna. En el Reino Unido, que para algo son hijos de la Vieja Raposa que a todo se anticipa —por vieja y por zorra—, acaban de crear una Secretaría de Estado contra la soledad, que se ocupará de los que están o se sienten solos en aquellas islas remotas. Veamos: en España viven en soledad al menos cinco millones de almas. El problema está ahí, y se multiplica de día en día, pero seguimos sin querer darnos cuenta. Naturalmente, no se trata sólo de los más mayores. La soledad afecta también a otras edades. Hay quien piensa, y no le falta razón, que esta sociedad conduce al aislamiento: se tienen menos hijos, la familia se dispersa; las nuevas tecnologías conectan por un lado, pero desconectan por otro y la conciliación entre vida laboral, familiar y personal, sigue siendo una asignatura pendiente. Apenas hay tiempo para la amistad —que es el plato fuerte de la vida—, para la pareja; para los hijos y los nietos. Nuestros vínculos afectivos son muy frágiles. «Formar una familia tiene, a veces, poco o ningún sentido para muchos jóvenes; lo importarte para ellos es  estudiar y actualizarse tecnológicamente, incorporarse al mercado laboral, viajar. Todo, menos comprometerse», asegura la colombiana Lucy Gutiérrez, quien ve en el individualismo un éxito rotundo del sistema. Razón no le falta: el capitalismo produce mujeres y hombres obsesionados sólo por la satisfacción de sus propios deseos y expectativas. A mí siempre me ha parecido que lo ideal es la soledad en buena compañía. La riqueza, la vida, está en el roce con el otro. En la curiosidad por los demás. Es decir: en vivir en compañía, complementándose y respetando el espacio de cada uno. Siempre he admirado a esas personas que, por la razón que sea, viven solas pero permanecen acompañadas a toda hora. Que encuentran tiempo para escuchar y atender a los demás, incluso mejor que otros que viven acompañados. ¿Cuál el secreto? ¿Dónde está la respuesta? Tal vez, en vivir en estado de plenitud y alegría. No lo sé. Parecería que las cosas vayan más por disfrutar de la vida, con el corazón abierto de par en par y en paz con uno mismo, que por cualquier Secretaría de Estado contra la soledad.

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El tercer hombre

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Javier Echevarría

El 12 de diciembre de 2016, fallecía en Roma Javier Echevarría. Era el tercer hombre al frente del Opus Dei. Murió con las botas puestas, como sus antecesores. Es una costumbre que tienen en esa peculiar familia. Como la de merendar todos los días, salvo cuando guardan ayuno y abstinencia. La muerte le sorprendió trabajando. Recién llegado de un viaje pastoral a Estonia y Finlandia. Apenas un año después de su partida, decenas de personas que convivieron con él hablan —sin trampa ni cartón— de este hombre recto, de corazón sencillo y bueno, que pasó por el mundo haciendo el bien a diestra y siniestra, en un libro serio y alegre, muy alegre; desprovisto de complacencias y banalidades, repleto de anécdotas y chascarrillos, a cual mejor. Álvaro Sánchez León, autor de En la tierra como en el cielo, no sólo ha logrado recoger multitud de detalles de la vida apasionate de Javier Echevarría, sino que ha enriquecido, con esta obra cuidadosa y bellamente editada por RIALP, la mejor literatura. A partir de ahora, nadie podrá referirse con rigor al que fuera prelado del Opus Dei y secretario personal de Josemaría Escrivá —el santo de lo ordinario—, durante 22 años, sin contar con esta biografía, que no es una biografía, ni una semblanza, ni un perfil; ni tampoco un estudio histórico. Es la vida, en carne viva, de un hombre de nuestro tiempo que supo entender el sentido de la letra menuda del vivir y estuvo siempre pendiente de los pequeños detalles de la convivencia familiar y laboral. Alvaro Sánchez León, ha tenido el acierto de no caer en la hagiografía y mostrar un ser de carne y hueso que vive para los demás, y se desvive por los demás, hasta el último día, cuando recuerda a la persona que le acompaña en su lecho de muerte, que por qué no ha cenado todavía y le invita, con una sonrisa, a que lo haga ya. En la tierra como en el cielo, no es, tampoco, un relato periodístico engarzado por un periodista acechante y muy perspicaz. Al amable lector le cautivarán, desde la primera página, estas cosas sencillas, de andar por casa, contadas con gracia, con ironía. El mundo entero cabía en el corazón de don Javier. Su maleta anduvo siempre en danza. Cientos de países y ciudades se mezclan en su agenda, desde Roma a Shanghái, pasando por Burgos y Sidney, para predicar el Evangelio, como sacerdote y como obispo y aupar iniciativas sociales y humanitarias. Con su impulso, el Opus Dei, llegó a otros 16 países. Entre ellos, Sudáfrica y Rusia. Si algo queda claro en estas historias con alma, corazón y vida, es que don Javier no se arrugó ante nada. Que lo más carnal y lo más divino se entremezclaron constantemente, con naturalidad y ternura, en la vida de este santo del siglo XXI.

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Sarrión rescata a Sacristán

Artículo publicado el fin de semana del 20 y 21 de enero de 2018, en todas las cabeceras del Grupo Promecal

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El Coordinador General de IU en Castilla y León, José Sarrión (foto: Wellington Dos Santos)

Fue el filósofo español que mejor supo lidiar con el marxismo, desde una noción de ciencia. De los más anti-dogmáticos, también. Manuel Sacristán dio un giro a la filosofía de la ciencia y a la ciencia de la política, lo cual no es cualquier cosa. Ahora, José Sarrión, un humanista entregado a la política, licenciado por la Universidad de Salamanca y doctor en filosofía por la UNED y defensor de causas perdidas, rescata los escritos y el pulso entre lógica, ciencia y verdad de Sacristán, en un libro denso, pero que tiene apartes espléndidos, como el que se refiere a su pensamiento ecológico o ciertos materiales inéditos del gran filósofo. Sarrión recupera, también, los más hondos diálogos de Sacristán, con los primeros nombres de la filosofía del siglo XX. No es la primera vez que José Sarrión, una de las inteligencias más sagaces de Castilla y León, da voz al que parecería ser uno de sus maestros más preciados. Lo hizo hace tres años, cuando sacó a la luz una obra necesaria: la bibliografía de Sacristán. Y, en 2012, con Lógica y verdad. José Sarrión, como no podría ser de otra manera en un hombre inequívocamente de izquierdas como él, profundiza en estas páginas, de forma clara y muy didáctica —algo que caracteriza a todas sus obras—, en el diálogo de Sacristán con autores capitales del imaginario comunista, como Engels, Gramsci, el muy rojo Althuser y otros. El filosofar de Lenin le «pone» a Sarrión tanto como a Sacristán. Hay en La noción de ciencia en Manuel Sacristán, que es como titula Sarrión su libro, un texto inédito sobre la función de la ciencia en la sociedad contemporánea, en el que vale la pena reparar. El filósofo madrileño no entra en la discusión acerca de si el ser humano del presente es moralmente más perverso que el del pasado. Pero sí llega a esta interesante conclusión: «los particulares desastres del siglo XX —quiero decir, desastres causados directamente por los seres humanos—, la particularidad de su dimensión sin precedentes respecto a los de otras épocas, con independencia de que puedan deberse a variaciones en la moralidad pública, de lo que no hay ninguna duda es de que se deben no tanto a más maldad, sino a más ciencia». Llama la atención el fervor del Coordinador General de Izquierda Unida en Castilla y León por el marxismo abierto y crítico que propone Sacristán, con cuyo sentir ético-político se identifica. Ambos filósofos —maestro y discípulo—, no dan puntada sin hilo hasta alcanzar los últimos objetivos: la alianza entre ciencia y movimiento obrero. Dedica estas páginas José Sarrión a quien mejor podía hacerlo: a su madre. Una mujer de belleza serena que lleva, como él, la alegría de vivir en la mirada y sólo sabe —como su hijo—, hacer el bien a manos llenas.

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Saber o no saber

Publicado en todas las cabeceras del Grupo Promecal, el fin de semana del 6 y 7 de enero de 2018

Me cuenta José Jiménez Lozano que, cuando preguntaban en su pueblo, allá por el siglo XVI, al segoviano Diego de Espinosa, para qué estudiaba tanto, este respondía invariablemente: «para saber». Porque el saber era lo importante. Y no se anteponían otros intereses a la necesidad de saberes para ir por la vida. Pero como proclama Don Hilarión en La verbena de la paloma, «los tiempos cambian que es una barbaridad». Que las personas sepan es algo que no conviene ahora, a una sociedad avergonzada de sus raíces. No interesa, a la «causa de la verdad suprema», que es la democracia —algo así como la consumación de los tiempos—, que haya transmisión de cultura; que mujeres y hombres tengan capacidad de discernimiento. Distinguir entre el bien y el mal, por ejemplo, no se necesita ni está bien visto. Tampoco parecería que se precisen muchas capacidades analíticas para ir por la vida, ahora mismo. Hemos tocado techo. Ya no hay más. Estamos en la verdad suprema: en la democracia. La consumación de los tiempos, como digo. Valen más las opiniones estúpidas y hasta criminales de nuestros mandamás; la participación en la embriaguez pública, que cualquier convicción individual y hasta libertad personal. Jiménez Lozano es el único escribidor que sigue insistiendo, a contracorriente, en que el hecho cultural, y su transmisión de una generación a otra, es el dato objetivo de la constitución de lo humano. Y esto es precisamente lo que todos los montajes totalitarios «han tratado y tratan de evitar, a través de planes de educación e industrias culturales», con minúscula, que nada tienen que ver con la Cultura. Es lo que estamos viviendo: la demagogia generalizada, que antecede a la víspera de la tiranía. Así son las cosas. Lo que se trata es de evitar, como sea, que entendamos lo sobrenatural y lo vivamos como lo más natural. Hay que acabar con estas «camelancias» como sea. Y se están empleando a fondo para conseguirlo, como ya hicieron en el pasado, sólo que ahora tal vez con más cinismo que nunca. Nos anuncian un amanecer que no sólo no llega, sino que viene cargado de tinieblas. Nos arrastran hacia el abismo. Pero reflexionar sobre estas cosas, o mentarlas tan sólo, puede conducir a que te acusen de no ser progresista. Algo terrible, ciertamente. «Hay que ridiculizar y ensuciar todo lo que sea hermoso, inocente o tenga dignidad, y pudiera ser respetado en el antiguo y serio sentido del término», lleva años advirtiendo el maestro Jiménez Lozano, que para algo es la mejor pluma de nuestro tiempo. Evito llamarlo intelectual, porque se sentiría ofendido. El más anticipativo y lúcido de cuantos están vivos en el mundo de las letras, así no se enteren aquellos que debieran.

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La mirada del otro

Artículo publicado en todas las cabeceras del Grupo Promecal, el fin de semana del 23 y 24 de diciembre de 2017

La imagen de España ayer y hoy. ¿Cómo se ha visto a través de los siglos? ¿Cómo se nos contempla, en la actualidad, fuera de nuestras fronteras? Responder a estas preguntas, desde la serenidad de un pensamiento equilibrado y profundo, es lo que hace la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón, por iniciativa de José Varela Ortega: un historiador serio, estudioso, tenaz. A través de encuentros, debates y conferencias, veinte especialistas españoles y extranjeros, a cual mejor, abordan, de manera rigurosa y aleccionadora, la imagen de España y su proyección. Una iniciativa que ha culminado en un libro colectivo, bajo el título de La mirada del otro. Ni entonces ni ahora, nada nuevo bajo el sol: es la misma insensatez la que nos deja fuera de juego. Lo primero que brota de estas páginas, es que la imagen de España en el mundo sufre notables altibajos, en función siempre de la cordura o despropósito de nuestro actuar cultural, económico y político. Y, lo segundo, el esfuerzo de los autores por esquivar tópicos, para huir de esa imagen pintoresca que tanto daño nos ha hecho y aún hoy nos hace. Hay en La mirada del otro, un convencimiento compartido de que los españoles no podemos continuar zarandeados eternamente por los mismos miedos e incertidumbres. Algo que daña nuestra salud democrática, ciertamente. Piensan fuera que la Guerra Civil no ha terminado todavía. Que sigue habiendo dos Españas. De ahí la necesidad inaplazable de abrir los ojos, para que recuperemos nuestra conciencia moral, creamos en un proyecto común y crezcamos juntos. Una sociedad que no se comprende a sí misma, no irá lejos. Dos interrogantes esenciales: ¿qué hacer, frente al avance de los populismos de derechas e izquierdas? ¿Cuál es el camino para afianzar, con la ayuda de todos, una convivencia a largo plazo? Si para algo sirve ahondar en la imagen de España de ayer y de hoy es, sobre todo, para convencerse de que, sin una inmediata regeneración, no habrá nada que hacer; del tremendo error que representa cualquier ensoñación, la que sea. Es imperdonable tener que aceptar aquello de que «si habla mal de España, es español». Se nos olvida que la valoración que tengamos de nosotros mismos, será la que sirva de trampolín para proyectarnos en otras naciones. Si nosotros no somos capaces de conquistar nuestra propia credibilidad y de defenderla, frente al acoso despiadado de algunos, ¿quién lo hará? Hacía falta un libro como este, que mostrara que cuatro décadas de progreso y libertades se tambalean en esta hora de España. Por eso son tan necesarias estas aportaciones para desentrañar y entender nuestro verdadero ser. Este, y no otro, es el asunto.

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Los 79 años de la Reina

Publicado en todas las cabeceras del Grupo Promecal, el fin de semana del 11 y 12 de noviembre de 2017

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La Reina Sofía, durante la inauguración de las Edades del Hombre en Cuéllar (Segovia) – Foto: Diego de Miguel – ICAL

Acaba de cumplirlos. Pero cuando alguien pregunta a Doña Sofía qué se siente al llegar a esa edad, la Reina responde con una sonrisa: «es como si fuera otra persona la que los cumple, y no yo», mientras pone un gesto de extrañeza, y ríe a gusto. La verdad es que se le ve estupenda. Como si los años no pasaran por ella. No sé si serán las prácticas de pilates que hace todos los días, o esa dieta basada en verduras y algún trocito de pescado, que va de boca en boca. Pero, a la vista está que tiene una salud de hierro. Una vitalidad que ya quisiéramos algunos. España ha tenido dos soberanas ciertamente grandes. Isabel la Católica y Sofía de Grecia. La Reina continúa acudiendo adonde su corazón y su obligación le llevan, como hace unas semanas, cuando se trasladó a Serbia, para participar en la boda de su ahijado, el príncipe Felipe de Yugoslavia; o al Escorial, para presidir el concierto de la fundación que lleva su nombre, dedicada a hacer el bien a manos llenas. Hace apenas quince días, representó a la Casa Real en Tailandia, durante las exequias por el rey Bhumibol. Doña Sofía, que participa en al menos cuatro proyectos humanitarios en ese país, es muy querida allí. Los españoles la veneramos con entusiasmo. No me atrevería yo a decir que está exactamente igual que hace diez años, como se ha insinuado estos días, pero la verdad es que da gusto verla con ese saber estar; tan ágil y pendiente de todo aquello que afecta a la felicidad de sus compatriotas. Esta Reina tiene ese no sé qué que se halla por ventura, que dicen las gentes de la tierra adentro, y que consiste en una admirable capacidad de vínculo emocional con los demás. Representa como nadie la solidaridad, desde una forma muy personal de comprometerse y hacer las cosas. A Doña Sofía le debemos mucho. Ha sabido abrirse su propio espacio de forma admirable. A través de sus actos, esta Reina ha conectado la Monarquía con la eficacia de su trabajo y la entrega al bienestar de muchos. Ella observa, se adapta; huye de artificios y extravagancias y sigue mostrando ese porte, esa elegancia que tanto gusta, dentro y fuera de nuestro país. Doña Sofía es como es, en su aspecto más completo, más fresco, más normal. Con sus luces y sus sombras. No tiene tres ni revés. Está entrenada en los detalles. Huele lo esencial. Mujer sensible y culta, cumple 79 años en plena forma. Dicen quienes están cerca de ella, que la Reina Sofía —una abuela tierna y cariñosa, esposa y madre ejemplar— se cuida por dentro y por fuera, para estar ahí y ser útil. Conoce la gloria y se ha asomado a la desgracia. Sabe ser buena con los buenos y compasiva con los malintencionados. Y, lo que más importa: acude allá donde su presencia pueda aliviar o aligerar cualquier carga.

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